Pasar al contenido principal
By: Emmanuelle Steels/Québec Science
 

La última vez que Soledad Pech Cohuo acudió a una conferencia científica vestida con su traje tradicional maya, bordado con coloridos diseños florales, el portero del hotel donde se celebraba el evento en el norte de México le impidió el paso. El portero le dijo: "no se permite el ingreso de vendedores ambulantes de artesanía". La joven murmuró unas palabras de disculpa mientras buscaba en su bolso la credencial de participante que le daría acceso al congreso. 

Unos meses después, sentada en la terraza de un puesto de jugos en Mérida, la capital de su estado natal, Yucatán, Soledad Pech Cohuo recuerda el incidente con cierta amargura. "Todo sucedió tan rápido que no me di cuenta de que me estaba discriminando por ser una mujer indígena ". 

Esta ingeniera química de 36 años, doctorada en polímeros, no se ajusta a la imagen que la mayoría de los mexicanos tienen de los científicos. En un país en el que la duración promedio de la escolaridad de las mujeres de los pueblos indígenas es de 6,2 años, la trayectoria académica de Soledad Pech Cohuo es excepcional. 

Desde 2019, Soledad ha podido llevar a cabo su investigación sobre la futura generación de envases alimentarios en un entorno ideal, gracias al Programa de Estancias Posdoctorales para Mujeres Indígenas (PEPMI) en Ciencia, Tecnología, Ingeniería y Matemáticas (STEM). Se trata de una asociación entre el IDRC de Canadá y, en México, el Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología (CONACYT) y el Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social (CIESAS). 

"Cuando hablamos con el CONACYT, nuestro interés estaba en las barreras que enfrentan las mujeres indígenas en las carreras STEM, no solo en el acceso a los estudios, sino también en el financiamiento de sus investigaciones", explica Alejandra Vargas Garcia, especialista principal del programa de educación y ciencia del IDRC. 

Se decidió apoyar a 12 candidatas indígenas de México para que cursaran un programa de investigación posdoctoral de tres años, que actualmente realiza Soledad Pech Cohuo. El presupuesto total del proyecto es de 1,5 millones de dólares canadienses. 

En el Centro de Investigación y Asistencia en Tecnología y Diseño del Estado de Jalisco, en Mérida, aprende ahora sobre química verde. Apasionada por el estudio de los polímeros sintéticos, pero preocupada por la proliferación de residuos plásticos, trabaja en el desarrollo de polímeros biocompuestos. En el marco de un postdoctorado, busca una alternativa a los plásticos fabricados con derivados del petróleo. Sus películas biodegradables están hechas de quitosano, obtenido de los desechos del camarón, un producto pesquero muy importante en Yucatán, y de almidón, obtenido de las semillas del nogal maya (Brosimum alicastrum). Podrían utilizarse como envases alimentarios con propiedades antibacterianas, antimicrobianas y antioxidantes. Esto retrasaría la degradación de ciertos alimentos y prolongaría su vida útil. 

Red de apoyo 

Cada uno de los dos grupos de becarias postdoctorales (2018–2021 y 2019–2022) están conformados por seis investigadoras. Estas mujeres representan a siete pueblos indígenas de México: hay cuatro mayas de Yucatán; una maya tseltal y una maya mam del estado de Chiapas; dos zapotecas, una mixteca y una mazateca de Oaxaca; y dos otomíes del estado de México. Juntas, han formado la Red de Mujeres Indígenas en la Ciencia, REDMIC, una plataforma para crear interacciones y convergencias entre sus proyectos de investigación. 

Además de su programa de investigación postdoctoral, las becarias desarrollan un proyecto de educación comunitaria relacionado con su campo de estudio. Para este componente, el IDRC proporciona a cada una de ellas una beca de 50 000 pesos (3150 dólares canadienses) en dos ocasiones: durante el primer y segundo año de sus estudios posdoctorales. Algunas de ellas llevan a cabo sus proyectos directamente en sus comunidades de origen. 

Soledad Pech Cohuo organizó ocho talleres educativos, repartidos en dos semanas, en Tixcacal, un pequeño pueblo de unos 1300 habitantes a diez kilómetros de Mérida. Hasta 2020, esta pequeña comunidad dependía económicamente de su hacienda, una finca en la que antiguamente se cultivaba fibra de sisal para la producción de cuerdas y que se convirtió en un hotel. En el elegante edificio rojo y blanco que domina la zona se celebraron muchos eventos, bodas y recepciones antes de que la hacienda cerrara debido a la pandemia de COVID-19. El lugar no ha vuelto a ser el pulmón económico que era antes. 

Los talleres del investigador, centrados en la producción de alimentos y el reciclaje de residuos, están diseñados para dar un impulso económico a la comunidad. Los participantes aprovechan toda la fruta haciendo mermeladas y recuperando las cáscaras para fabricar bioplásticos; preparar conservas de alimentos o aprender sobre los fundamentos del compostaje. También aprenden sobre los beneficios para la salud de las frutas regionales y el nogal maya. “El objetivo es mejorar las competencias de los habitantes para que puedan crear empresas comunitarias o convertirse en trabajadores independientes", explica Soledad Pech Cohuo. 

Media
Soledad Pech Cohuo’s community project includes workshops about making  preserves, composting and producing bioplastic from fruit peels. The last day is spent baking.
Emmanuelle Steels
Soledad Pech Cohuo’s community project includes workshops about making preserves, composting and producing bioplastic from fruit peels. The last day is spent baking.

En la casa comunal, un pequeño edificio colonial de color amarillo situado en la calle principal de Tixcacal, una docena de mujeres (solo hay un hombre entre las participantes) están reunidas en torno a dos mesas y siguen atentamente las instrucciones de las investigadoras que asisten a "la doctora Soledad". Ese día, mientras las aves trinan en las ramas del enorme árbol flamígero del jardín, las mujeres aprenden cómo funciona la levadura en la panadería para preparar pan de muerto, un pan dulce típico del Día de los Muertos, y tortillas de trigo. "Es muy útil, voy a aplicar todo lo que hemos aprendido para hacer cosas y venderlas", comenta Jamie Moo Euán, una joven maya cuyo marido emigró recientemente a Estados Unidos por falta de trabajo. 

Nancy González Canché, otra becaria posdoctoral, aprovechó un viaje a su tierra natal para participar en los talleres de su colega y enseñar a los habitantes de Tixcacal las posibilidades de reciclar cítricos y cáscaras de coco para fabricar materiales de captación de energía solar. 

La joven, de 38 años, es originaria de la pequeña comunidad de Tekit, en el estado de Yucatán, pero realiza su programa posdoctoral en el Centro de Investigaciones en Óptica de Aguascalientes, en el centro de México. Química de formación, diseña tecnologías solares térmicas. En su laboratorio, las cáscaras de cítricos se someten a un proceso de pirólisis para transformarlas en pigmentos que absorben la luz. A continuación, se utilizan para fabricar revestimientos económicos y duraderos. 

Hija de una trabajadora de limpieza y de un campesino, Nancy González Canché no estaba predestinada a ser científica. "Mis padres apenas habían terminado la escuela primaria, así que me concentré mucho para entender todo en la escuela porque sabía que nadie podría ayudarme con la tarea", señala, destacando el apoyo moral que le dieron sus padres para seguir sus estudios. También se cruzó con profesores que canalizaron su potencial para la ciencia. Para financiar sus estudios universitarios, trabajó como limpiadora. Solo gracias a este trabajo pudo comprar su primera computadora después de varios trimestres en la universidad. 

Nancy González Canché también habla sobre la dificultad de abrirse camino en el mundo académico y científico sin un referente femenino y con pocos modelos autóctonos. "No me discriminaban directamente, pero me miraban como si hubiera venido de Marte", comenta riendo. 

Su historia es muy parecida a la de Soledad, fascinada por la ciencia desde muy joven y animada por sus padres, pero tuvo que abrirse paso a contracorriente. Tras obtener su licenciatura, Soledad fue contratada primero como supervisora de producción en una gran empresa de refrescos, donde sufrió los prejuicios de sus compañeros. "Los hombres no me respetaban, no les gustaba que les diera órdenes", recuerda. Fue cuando su jefe le sugirió que pidiera permiso a su marido para asistir a un curso de capacitación cuando la joven dejó el mundo empresarial para entrar en el de la investigación. 

La extraordinaria trayectoria de estas mujeres no debe ocultar el hecho de que en México casi medio millón de niños y niñas indígenas de entre 3 y 17 años no van a la escuela. Por ello, según el historiador del CIESAS David Navarrete, especialista en los procesos educativos de los pueblos indígenas, los esfuerzos públicos se han centrado durante décadas en la inclusión de los indígenas en los niveles primario y secundario, pero no en el universitario. "Es el sector de la población mexicana más excluido de todos los beneficios del desarrollo, más aún en el ámbito educativo, y especialmente en el universitario", afirma. 

La brecha es tangible: el 18,6 % de los mexicanos mayores de 15 años cuenta con estudios superiores, frente al 7,2 % de los indígenas. Y si tenemos en cuenta a los mayores de 25 años que han realizado una maestría, la diferencia se amplía aún más: el 2,5 % de la población general, pero solo el 0,8 % de la población indígena. 

"Un factor fundamental que explica la excepcional carrera de estas científicas indígenas es el apoyo de sus familias. A pesar de su precariedad y de su condición de mujeres, sus padres las animaron a estudiar en lugar de convertirse en amas de casa", señala David Navarrete. 

El ejemplo de Zoila Mora Guzmán, de 35 años, es especialmente revelador. Criada en condiciones de extrema pobreza en una casa con piso de tierra y techo de paja en Chiquihuitlán, un pueblo del estado de Oaxaca, esta bioquímica de la etnia mazateca terminó el año pasado su posdoctorado en el Centro de Investigación Científica y de Educación Superior de Ensenada, en Baja California, gracias al PEPMI. Allí estudió el efecto de un receptor proteico, el factor de crecimiento transformante beta, en la prevención y el tratamiento de las metástasis óseas del cáncer de mama. 

Sus cuatro hermanos mayores se fueron de casa a una edad temprana para trabajar en la ciudad. Pero el padre analfabeto de Zoila Mora Guzmán siempre predijo que su hija tendría una gran carrera profesional. "Cuando era niña, recuerda, mi madre me enseñaba a hacer tortillas y yo corría a buscar a mi padre cuando volvía de trabajar en el campo para contárselo. Pero él se enfadaba: "No hay manera de que mi hija aprenda a hacer tortillas, ¡ella será una brillante profesional! ". 

La ciencia, tecnología, ingeniería y matemáticas no son los campos de estudio preferidos por los estudiantes de origen indígena en México, y menos aún por las mujeres. "La mayoría de estos estudiantes se dedican a la educación y a las ciencias humanas y sociales, a carreras que les permiten resolver los problemas concretos de sus comunidades", indica María Antonieta Gallart, coordinadora del programa en el CIESAS. Se convierten en profesores, abogados o traductores e intérpretes de lenguas indígenas. 

Desde hace diez años, esta antropóloga también supervisa un programa más amplio de becas de maestría y doctorado para estudiantes indígenas en todos los ámbitos académicos, incluyendo mujeres y hombres. Dentro de los propios pueblos indígenas existe una gran disparidad", explica María Antonieta Gallart. Algunos tienen trayectorias educativas más consolidadas que otros, como los nahuas, que se extienden por el valle central de México o las comunidades de Oaxaca. Desgraciadamente, seguimos luchando por atraer a estudiantes de pueblos importantes, como los huicholes (centro-oeste de México) o los tarahumaras (norte del estado de Chihuahua) ". 

Las tres becarias con las que conversamos concuerdan unánimemente en un punto: el PEPMI representa una oportunidad única para la consolidación de sus carreras científicas. "Las características del programa, sobre todo su duración de tres años (ya que los posdoctorados suelen limitarse a un año), nos ofrecen enormes oportunidades, como la posibilidad de proponer nuestro propio proyecto de investigación, adquirir equipos y llevar a cabo un proyecto comunitario", afirma Nancy. 

Uno de los efectos del PEPMI ha sido que estas investigadoras reivindiquen con orgullo sus orígenes. De hecho, han encontrado en sus orígenes una fortaleza. "Como mujeres indígenas tenemos una visión científica particular, que es buscar soluciones a partir de los recursos que tenemos ".

Habría que decírselo a cierto portero de hotel.  

El programa descrito en este artículo y la producción de este reportaje han sido posibles gracias al apoyo del IDRC.

La versión original de este artículo en francés fue publicada en la edición de septiembre de 2022 de la revista Québec Science.